Las graves consecuencias del chabolismo
Vivir en una chabola tiene un grave impacto. Más que vivir es sobrevivir con unos recursos y en unas condiciones que inciden de manera negativa en la integración y relación social, educación, formación, empleo y salud de las personas que las habitan.


“Vi la luz cuando nos realojaron”
En 2013, apoyada por la Fundación Secretariado Gitano, logró una condena al Ayuntamiento de Madrid porque derribaron su chabola, la desalojaron sin autorización judicial, sin seguir los procedimientos establecidos, y sin ofrecerle una vivienda alternativa. El Tribunal Superior de Justicia de Madrid reconoció entonces la vulneración de derechos fundamentales.
La historia de Mercedes es la de una luchadora. Una niña que nació en La Cañada. Allí se crio, fue al colegio y llegó hasta el instituto. Después se casó y llegaron los niños. Los tres mayores de 11, 8 y 5 años nacieron también allí, como una suerte de círculo vicioso en el que se cronifica la pobreza.
Pasó por diferentes viviendas, de familiares, propias compradas a otros propietarios, chabolas en un caso, infraviviendas de ladrillo en otros. Los últimos años en La Cañada los recuerda como los peores, “sobre todo por los cortes de luz”. La suciedad del entorno, el agua que falta, la luz que se corta y “cuando llovía era lo peor, todo se inundaba”. Por eso, describe con ilusión cuando les notificaron que iban a ser realojados. “Desde que nos avisaron tardaron un mes, pero cuando tuvimos las llaves vimos la luz… pagamos una entrada y ahora tenemos un alquiler social”, explica.
Su vivienda actual está en Carabanchel. Aunque tiene humedades, “esto no tiene nada que ver. Tenemos buenos vecinos, todo está limpio…”. Lo que más ha cambiado es el entorno y las relaciones sociales: “Los niños van al colegio, les invitan a los cumpleaños, están bien y en el colegio nos ayudan con ropa; ahora tenemos más relaciones sociales, antes estábamos aislados”.
Pese al realojo, la vida sigue siendo difícil. Su marido se dedica a la recogida de chatarra y ahora se deja notar el alza de la gasolina. No todos los días son buenos.

Un desalojo forzoso
Lo que ahora le preocupa a Mercedes, es una carta que le ha llegado notificando una reducción de la cuantía del Ingreso Mínimo Vital que sustenta parte de su economía doméstica y es que: “no me llega para todo lo que hay que pagar, el alquiler, la comida, la ropa…”.


“La vivienda es el primer problema de salud. ¿Queremos salud? Pues vivienda, vivienda, vivienda…”
Lo primero a lo que alude Simón, cuando le pides que describa las condiciones de ese asentamiento es esa aparente contradicción entre hogar y chabola. Esa dignidad en el mundo más precario y vulnerable que dibuja unas chabolas adornadas, con flores (de plástico), decoradas con fotografías, protegidas con alfombras y en realidad acogedoras. Pero espacios con una “permanente sensación de precariedad y vulnerabilidad. Sienten que puede ser asaltados en cualquier momento, que tu intimidad puede ser violada y eso tiene unos efectos psicológicos”. “Viviendas donde la humedad, el frío en invierto y el calor en verano son insoportables”.
Vivir en un asentamiento chabolistas tiene duros efectos para la salud “Patologías relacionadas con el reúma, osteoarticulares, que también tienen que ver con el trabajo físico de la recogida de chatarra a la que se dedican; o problemas de catarros e infecciones son habituales”, explica Simón. Y se añaden los “signos de pobreza”, como es la obesidad”, producto de dietas poco equilibradas, de calidad baja y un exceso de consumo de carne. Otro problema de salud son los parásitos, pulgas, piojos, y hasta las ratas… “Menos mal que hemos conseguido una desratización, porque si no, lo siguiente que íbamos a ver eran mordeduras”, se lamenta Simón. “El impacto en la salud es brutal”.
En los Yeseros no existen servicios básicos: ni agua, ni luz… Las condiciones higiénicas son terribles”, añade. Algo tan necesario como el agua no está garantizada. “Es un derecho humano básico”, protesta Simón, que lleva tiempo peleando para que les coloquen un grifo fuera de las chabolas y al menos solvente la carencia. En verano les ponen un depósito que van rellenando ¡cada 15 días!, pero a los cinco días ya escasea el agua. El Ayuntamiento de Jun ya ha dado pasos para ubicar una fuente pública fuera del asentamiento, que en el momento de hacer esta entrevista (octubre 2022) estaba pendiente de la Junta de Andalucía.
Para tener luz, algunas familias tienen la electricidad enganchada. “No poder alumbrarte cuando cae la noche, genera una gran sensación de inseguridad”. “Tenemos una mujer con oxígeno, con un cáncer de pulmón… imagina si no estuviera enganchada!” La falta de luz genera inseguridad cuando cae la noche o impide que los niños y niñas puedan hacer los deberes, “con lo que también se vulnera el derecho a la educación”.

Desde Médicos del Mundo se ocupan del derecho a la salud, pero con un enfoque de “determinantes sociales”. Parten de la salud como eje de intervención, pero la salud está condicionada por muchas cuestiones a las que dar respuesta. “Si queremos salud hay que dar primero vivienda, vivienda, vivienda”. “Vivienda es salud”.
Aunque las personas que viven en asentamiento pueden tener acceso al sistema de salud, la burocracia no lo pone fácil. “Lo primero que hacemos es la gestión de la tarjeta sanitaria, acompañamientos a hospitales, supervisión… y a partir de ahí continuamos”.
La brecha digital, incluso en una población joven, impide el acceso a servicios básicos, o pedir una cita médica, por ejemplo. “Cuando la administración se digitaliza parece que se democratiza, pero lo que se está haciendo es aumentar la desigualdad. Si no tienes acceso a internet, o eres un analfabeto digital, o tienes otras preocupaciones en la cabeza…lo tienes difícil”.
A la pregunta de qué pueden hacer las administraciones públicas, la respuesta es tajante: “generar vivienda pública” y matiza, “vivienda donde puedan continuar realizando la actividad de recogida de chatarra que saben hacer. Una vivienda pública a precios asequibles, porque además tenemos un gran problema de racismo que impide que a quienes
tienen unos marcadores étnicos determinados les alquilen un piso”. “En el fondo hay un gran problema de racismo institucional y social”.


“Tuvimos oportunidades para salir de Portiño y las hemos sabido aprovechar”
Manuel (24 años) vive con sus padres. Se dedica al mercadillo, apoyando a su familia. Dejó los estudios temprano y ahora se está sacando la ESO con el proyecto de acción social de Radio ECCA y Fundación Secretariado Gitano. Se ha formado como ayudante de cocina y sueña con continuar los estudios en esta materia.
Daniel (25 años) vive en un piso compartido en A Coruña. Viene de una familia numerosa. Estudió Soldadura y Carpintería, pero tiene la mente puesta en el Trabajo Social, para ayudar a otros a “encontrar salidas cuando tienen problemas”.
David (25) vive con su pareja, también fuera de O Portiño. Dejó 4º de la ESO para pasar a FP. Hizo Carpintería, luego un ciclo de Integración que le definió su vocación y su futuro y le permitió ir a la Universidad. “Otro mundo”. Su foto de diplomado universitario luce con orgullo en el salón de la chabola de sus abuelos.
Rememoran su infancia con cierta nostalgia: las tardes en las calles embarradas de O Portiño, jugando hasta el anochecer; el cruce sin asfaltar convertido en un campo de fútbol, que hoy es una escombrera; su adolescencia jugando a las cartas en el centro cívico; y “el tremendo respeto que teníamos a los mayores”, dice Daniel.

Y la falta de electricidad. Y apagones continuos. La vida en las chabolas es también hacinamiento. “Éramos 4 hermanos, mis padres y mis abuelos, en una vivienda autoconstruida”.
Iban en bus escolar a los colegios cercanos. Y en el barrio recibían clases de refuerzo. Pero estaban aislados, alejados del ocio habitual de los chicos de su edad. “Los demás chicos del instituto iban al cine, a dar una vuelta. Nosotros no”, dice David. “Nos perdíamos el mundo. Estábamos aislados. Y por aquí, tampoco subía nadie”, añade Daniel, que explica “Nosotros nos obligamos a socializarnos”.

Vivir alejado de la ciudad y de otros recursos también influyó en sus estudios. “Elegías el FP que tenías cerca”. Por eso hicieron Carpintería o Soldadura, en lugar de Informática. “Nos teníamos que levantar a las 6.30 para llegar al instituto. Si no pillaba el bus que pasaba cada 45 minutos tenías que ir andando y son 8 kilómetros…”
Fue clave para su futuro el refuerzo escolar que les brindaban universitarios; o el programa Promociona de la Fundación Secretariado Gitano. Para David fue decisivo un encuentro con otros jóvenes gitanos: “Aquí eres el pez gordo por tener un FP y entonces ves otros gitanos y gitanas con doctorado… y te ves pequeño. Eso me animó a ir a la Universidad”.
Y concluye: “Nosotros hemos tenido oportunidades y hemos sabido aprovecharlas. Algunos de los que siguen en Portiño también podrían haber salido, hay gente superlista”.


“Cuando se alude a Cañada no se habla de personas, sino de vivienda y suelo”
Cañada existe desde hace más de 80 años y es, ante todo, un espacio muy diverso. Viven unas 8.000 personas, muchas de ellos niñas y niños y miles de personas gitanas. Se extiende por una franja de 16 kilómetros en terrenos de tres municipios madrileños. Es un espacio segregado, desde hace dos años con cortes de luz en los sectores más vulnerables que han afectado a más 1.800 niñas y niños.
Agustín Rodríguez despliega su conocimiento de los vaivenes de La Cañada, enquistada en una historia compleja y en los últimos tiempos convertida en una suerte de esparrin de la confrontación política. Pero Rodríguez aporta una visión comprometida, propia de quienes se remangan para transformar las debilidades del sistema. Su relato sobre Cañada le lleva a poner el foco en las administraciones públicas, esas que, asegura, consideran Cañada como una suerte de “caja de pandora” o “patata caliente” y hoy “han perdido la fe para buscar soluciones y han entrado en una dinámica de que esto es muy complejo y cuanto antes se lo quiten de encima, mejor”.
Recuerda que hubo un momento en el que “se adoptó una fórmula -el Pacto regional-, que no partió de las administraciones, sino que estas se sumaron y consolidó una metodología de intervención social. Tenía una perspectiva comunitaria y era una buena respuesta”.
Después han ido sucediéndose acontecimientos: una pandemia, el temporal Filomena, cortes de suministro eléctrico, la crisis actual, las broncas políticas y otras situaciones que dificultan más aún cualquier avance.

Más allá de las administraciones públicas, Rodríguez alude a la actual situación de desconfianza y miedo que impera entre los vecinos de Cañada: “Piensan que nadie va a cuidar de ellos, que a la administración sólo le interesa el suelo y los miedos se disparan”. Y continúa- “además, las entidades sociales se encuentran en un momento de perplejidad. Acumulan situaciones y situaciones complejas que han hecho que se rompa la confianza”.
Por eso, pide “volver a creer en que lo que habíamos construido y que merecía la pena y restaurar los puentes dañados”. “Es momento de construir”, concluye.